HAMBRE DE BALLET CLÁSICO

Joaquín de Luz, director de la Compañía Nacional de Danza, ha confesado su pasión por «Giselle», uno de los grandes ballets del repertorio clásico. Aunque lleva en el cargo algo más de un año, su verdadera puesta de largo es la nueva producción estrenada en la Zarzuela. «Giselle», como otros títulos clásicos, es una pieza peligrosa: entre lo sublime y lo ridículo hay en ocasiones una línea muy fina. Lo sabe bien de Luz, que ha buscado la complicidad de un magnífico dramaturgo, Borja Ortiz de Gondra, para pasarle el plumero a la historia, trasladada a la sierra aragonesa del Moncayo y al Romanticismo español, con Gustavo Adolfo Bécquer como principal inspiración. Los versos del poeta sevillano planean por toda la función, pero ahí se queda toda su relación con el ballet, y no aportan realmente mucho al espectáculo. Y es que al margen de la ambientación -acertada en líneas generales, aunque haya detalles de la escenografía y del vestuario discutibles-, esta «Giselle» es totalmente clásica en su forma de bailarse y de contarse. Quedan muchos restos de la pantomima tradicional, especialmente en el primer acto; y aunque se trata de una versión limpia y clara, además de ceñida al estilo, se echa de menos algo más de arrojo por parte del coreógrafo.

«Giselle» no es un ballet sencillo, especialmente el segundo acto. A falta de que el conjunto se acomode en el escenario y lime las aristas lógicas de un estreno, el de la CND es un trabajo notable que seguro que crece con el paso de las funciones. A la protagonista la encarna Giada Rossi, una Giselle más que correcta, con un equilibrio admirable, y que brinda una interpretación convincente. A su lado, Alessandro Riga es un Albrecht noble y entregado y Kayoko Everhart una Myrtha precisa pero quizás algo «tímida». Cuentan como cómplice con la dirección de la orquesta atenta y cuidada de César Álvarez, que maneja con solvencia una partitura en la que hay detalles interesantes de actualización, sobre todo en la escena de la locura.

Dos reflexiones finales. Es comprensible que el público se mantenga en la sala en la necesaria pausa entre actos -los espacios de la Zarzuela no permten la distancia social conveniente-, pero no es una buena solución mantener a oscuras el patio de butacas con unas proyecciones y unos sonidos que, realmente, invitan al sueño más de lo deseable. Y segunda. Antes de levantar el telón, la CNDya ha colgado el cartel de «No hay billetes» para todas las funciones. Hay, eso está claro, hambre de buen ballet clásico en Madrid, también en estos momentos de tantas incertidumbres, y eso debería hacer reflexionar a más de uno. A los responsables del Teatro Real, por ejemplo. ¿Para cuándo una producción propia de un ballet de repertorio, en colaboración con la CND?

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